Será casualidad, pero en las últimas semanas he encontrado varios. Son los vampiros. Hombres mediocres que viven a la sombra de mujeres de éxito profesional y que lejos de apoyarlas se dedican a ningunearlas y menospreciarlas en público y en privado. Y lo curioso es que ellas han desarrollado tal dependencia que sin ellos son incapaces incluso de respirar.
Generalmente el modelo se repite. Ellas han ido creciendo sin parar en su vida laboral y pública mientras ellos coleccionan despidos conflictivos, negocios fracasados y grandes planes que nunca llegan a ninguna parte. Y mientras viven de los ingresos de sus compañeras, dedican el tiempo a rumiar revanchas que casi siempre terminan pagando ellas.
Ellas, las que bajan la cabeza y callan.
Y fue sorprendente y más que sorprendente aterrador contemplar hace pocos días como una de estas mujeres magníficas se iba achicando poco a poco ante las miradas de desprecio y las frases cortantes y ante todos los presentes del que se supone debería ser su mayor admirador. Un tipo despreciable y sin embargo, el dueño de su vida. Su vampiro.
Y es así como estas mujeres terminan siendo dos distintas: la diurna, la que triunfa, sonríe y camina con la cabeza alta y la nocturna, la mujer dependiente y vejada en que se convierte cuando llega a casa. Cuando cada noche se reencuentra con el hombre que debería ser su apoyo y que sin embargo, poco a poco, imperceptiblemente, la va destruyendo hasta convertirla en una mujer insegura, sin autoestima ni voz propia. Cuando cada noche vuelve a encontrarse con su vampiro.