Y ayer por fin, tras cinco días de intensa, intensísima vida familiar, volví a casa. Volví a casa y volví a FHMP, claro, que llegó un rato después jurando en arameo y saturado también de familia y celebraciones navideñas.
A mi la navidad me gusta.
A mi la navidad me gusta.
Me gusta volver a casa de mis padres, a mi habitación de adolescente donde aún están las fotos con los amigos de hace 15 años, me gusta hacer rosquillas con mi madre, salir a por ramas y piedras para poner el belén y vaguear con mi hermano en el sofá la tarde de Navidad compartiendo la sal de frutas. Me gusta que mi madre se empeñe en echarme azúcar en el café aunque haga dos décadas que lo prefiero amargo y sacar todas las botellas de la bodega de mi padre para ver que nos bebemos, aunque luego haya que volver a meterlas… Me gustan las visitas y el poncho y repetir “Que bello es vivir” un año más en la tele.
Pero a pesar de todo, en los últimos años me he dado cuenta de que lo que más me gusta de navidad es la espera, los preparativos, contar los días. Y sobre todo, aún más que eso, la sensación de volver a mi casa cuando pasan estas fechas y encontrarlo todo tal como lo dejé.
Pero a pesar de todo, en los últimos años me he dado cuenta de que lo que más me gusta de navidad es la espera, los preparativos, contar los días. Y sobre todo, aún más que eso, la sensación de volver a mi casa cuando pasan estas fechas y encontrarlo todo tal como lo dejé.
En silencio, sin luces, sin gente… como lo dejé.
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