
Fue este verano, en una cena con los amigos de siempre cuando una de ellas me dijo “El otro día echábamos cuentas y de todas nosotras, tú eres la que más novios has tenido”.
Joder, pensé, dicho así…
Y el caso es que aunque mi currículo sentimental es más que normalito y de hecho, los hombres de mi vida se cuentan con los dedos de una mano, muchas de mis amigas de la infancia (casi todas, mejor dicho), se han ido casando con el novio que estrenaron allá por el instituto.
Visto desde la barrera, unas parecen más felices que otras, pero en general a todas parece irles bien, lo que no deja de ser un milagro teniendo en cuenta la epidemia de separaciones que últimamente tiene más peligro que la gripe A.
Yo me miro el ombligo y me veo feliz. Con una felicidad continua y serena que debo, sin duda, a mi queridísimo. Una sensación que nada tiene que ver con la montaña rusa que era mi vida hace un par de años o con la frustración que me ahogaba unos cuantos más atrás.
Si los hombres de mi vida fueran muñequitos tendrían escenarios distintos, porque cada uno de ellos vivió conmigo en una ciudad diferente y con unas circunstancias distintas. Si los hombres de mi vida fueran libros contarían historias independientes, protagonizadas todas ellas por una mujer que a veces llegaba a no reconocerse.
Si los hombres de mi vida fueran viajes tendrían todos ellos principio y fin.
Y miro a mis amigas y las veo pasar los años en la tranquilidad de la convivencia diaria y algunas (una sobre todo) me dan envidia. Pero la verdad, no me atrevo a preguntarles si son felices.