Una de las cosas buenas que tiene mi trabajo es que vas de gorra al teatro, ves los conciertos desde la zona vip y te invitan a unas cuantas fiestas potentes al mes.
Una de las peores cosas que tiene mi trabajo es que te acostumbras a ir de gorra al teatro y cuando tienes que pagar te jode un montón, los conciertos a pie de escenario y con la peña dándote codazos te parecen un suplicio y los cáterings normalitos de canapé de salmón y aceitunas rellenas los terminas viendo como un cutrerío.
El caso es que la semana pasada me invitaron a dos fiestas en el mismo día y allá que me fui con el
Fulanito debajo del brazo. Como normalmente entro a currar a las ocho de la mañana y me voy al sarao de tirón, intento llevarme los mega tacones y un vestido (el negro, el otro negro o si no, el negro) en una bolsa o bien, si la pereza me puede al levantarme, que suele ser lo normal, me voy vestida de negro desde el punto de la mañana y me siento todo el día como si hubiera tragado el palo de una escoba confiando que no se arrugará. Se arruga, claro. Pero para disimularlo tengo un cajón en el despacho lleno de pares de medias y fulares que tapan todo lo que haya que tapar.
Inauguraban el mayor centro comercial que he visto en mi vida y como suele pasar en estos casos, había dos fiestas paralelas: la de la tropa para los empleados y la vip, que se diferencian básicamente en que en la primera sacan una bandeja con 50 bolitas de foei con pistacho y naranja confitada para 500 invitados y que en la segunda sacan 500 bolitas para 50 privilegiados, que además suelen estar a dieta y no comen. Nosotros, a pesar de llevar invitación vip, si comimos. Joer que si comimos. Aquello no era un cátering, eran las bodas de Canaan y aquellas chicas no dejaban de pasar bandeja en ristre con decenas y decenas de cositas minúsculas que engordaban más que un cocido completo.
Después de dos horas y cuando ya llegabamos tarde a la segunda fiesta (la inauguración de una nueva FNAC),
Fulanito se negaba a marcharse. Cada vez que yo dejaba la copa de vino en la mesa y me despedía, él se hacía el longuis. Al final, mosqueada ya, lo llevé a un aparte. No se como, había conseguido copia del menú y estaba empeñado en esperar a los fritos. Media hora después, los fritos seguían sin salir y yo no dejaba de pensar en aquellos entremeses que nos daban antes en las bodas, con la ensaladilla, la croqueta y el langostino y como nos han timado al cambiarlos por la puñetera vichisoisse.
Por fin, consegui arrastrarlo a la fiesta de la
FNAC y ahí, tuve una revelación. Comprendí lo que debe sentir
Victoria Beckam mientras paseaba por una tienda práticamente vacía con una copa de cava en la mano...
Mientras yo andaba en las nubes,
Fulanito se había dado cuenta de que el negocio es el negocio y que mucho cava, mucho discjockey cool, mucha
Carmen París en directo, pero las cajas funcionaban. Vamos, que se podía comprar. Y cogió una cesta.
Si hay algo en lo que
Fulanito y yo coincidimos es en nuestra tendencia a exprimir al máximo la tarjeta en la
FNAC (de hecho, nuestra primera cita con intenciones obvias fue en la
FNAC....) Y no es que nos dieran las diez y las once, las doce, la una y las dos, como a Sabina, pero el caso es que salimos de la puñetera fiesta, cargados de cosas. El, con dos
Asterix que le faltaban y una edición del
Principito para su sobrino y yo, con otro
Paul Auster y un pack de tres DVDs con versiones inglesas de las novelas de
Jane Austen que todo apunta que tendré que ver sola (hasta me ha mandado un sms recordándome que ni atado se traga ese full). Y yo no se si para comprarme y evitarse ver las pelis o porque en el fondo me quiere,
Fulanito me regaló una
Moleskine edición
Roma para que ordenara las cosas del último viaje.
Y ahí está el problema...
(continuará)