Una gurú norteamericana de las relaciones personales contaba en su best seller que cuando decidió dejar a su marido y refugiarse con su hijo en casa de su madre, esta le obligó a sentarse en la mesa de la cocina con un cuaderno en blanco delante. Trazó una línea y le pidió que en la columna de la izquierda escribiera todas las cosas de su marido que le sacaban de quicio, absolutamente todas.
Ella comenzó por lo más importante, "ya no me desea" "apenas me habla" "me ignora constantemente"... para terminar con pequeños detalles de la vida cotidiana, "deja la ropa tirada en el suelo" "nunca ordena la casa" "salpica cuando se ducha"...
Cuando terminó, esperaba que la madre le pidiera que en la otra columna anotara aquellas cosas por las que hace ya algunos años se enamoró de él. Sin embargo y para su sorpresa, su madre le ordenó anotar junto a cada detalle molesto de su marido la reacción que ella tenía. "Me enfado" "No le dirijo la palabra" "Me voy de la habitación dando un portazo..."
Hasta aquí la historia que hace que corra el riesgo evidente de convertirme en una copia casera de Coelho o Bucay. Dios me libre. Y si no me libra, que al menos sea a título póstumo, de manera que cuando me llegue el reconocimiento y los miles de fans yo ande ya chamuscándome en el infierno de las cuñadas rencorosas.
Lejos de querer emular a los astros de la autoayuda, si es cierto que la historia nos obliga a mirarnos de frente en un espejo en el que reflejan las miserias de quien comparte la vida con nosotros, pero sobre todo las nuestras.
¿En que momento de una relación se cruza esa delgada línea roja en la que dejas de hablar con tu pareja, aunque sea para pedir, protestar e incluso discutir y simplemente comienzas a acumular ofensas y agravios? ¿cuando importa más tu propio rencor que la posibilidad de solucionar un problema que casi siempre es nimio? ¿que tiene que ocurrir para que amagar una caricia ya no merezca la pena?
Siempre me he preguntado por que, si casi todos somos capaces de saber el momento preciso y el detalle que hace que nos enamoremos de alguien o descubramos que una historia tiene posibilidades, no somos sin embargo lo sufientemente perspicaces como para adivinar que emprendemos un camino sin retorno. Porque cuando se cruza la línea roja, ya no hay marcha atrás.
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