Recuperado del Síndrome de la Camisa Amarilla que le ha tenido unos meses de razzia por el mercado femenino de mediana edad, mi amigo vuelve a casa. No es el primero ni será el último que en plena crisis de los 50 da la campanada, se larga y vuelve al nido familiar después de unas semanas de mambo.
En uno de los post de este mismo blog, en el que cuestionábamos las segundas oportunidades, alguien hablaba de memoria y perdón. Pero yo creo que la guerra no es esa.
Uno, haciendo uso de la generosidad que se nos supone, puede perdonar lo que sea, e incluso en un ejercicio de reprogramación, llegar a olvidar lo ocurrido y empezar de nuevo como si nada hubiera pasado. El problema es que el perdón y el olvido suelen remitirse al momento en que él (o ella, en algunos casos) dio el portazo y se largó a otra cama, cuando en realidad, debería comenzar en el punto en que la relación llegó a estar tan deteriorada que cualquiera de los dos empezó a poner los ojos en otras posibilidades.
Cuando las cosas van bien, uno no necesita un rollo extraconyugal ni regar fuera del tiesto. Con lo que tiene en casa es más que suficiente para cubrir las necesidades emocionales y físicas, y al fin y al cabo se supone que se trata de amor. Cuando las cosas van mal, cualquier opción nos parece mejor que lo que tenemos al lado.
Pero una cosa es echar una cana al aire y otra cargarse una vida en común. Por eso me da la impresión de que cuando alguien llega al punto de hacer las maletas y acampar en otra casa, es porque la situación ha llegado al límite o simplemente, al final. Y si a estas circunstancias, a los problemas originales posiblemente enquistados, se suman la humillación y el dolor de un abandono y la aparición de una tercera persona aunque sea temporal… ¿Quién, por muy generoso que sea puede recuperar un mínimo equilibrio? ¿Es posible seguir como si nada hubiera ocurrido? ¿O solo es cuestión de tiempo que regrese el temporal?
En uno de los post de este mismo blog, en el que cuestionábamos las segundas oportunidades, alguien hablaba de memoria y perdón. Pero yo creo que la guerra no es esa.
Uno, haciendo uso de la generosidad que se nos supone, puede perdonar lo que sea, e incluso en un ejercicio de reprogramación, llegar a olvidar lo ocurrido y empezar de nuevo como si nada hubiera pasado. El problema es que el perdón y el olvido suelen remitirse al momento en que él (o ella, en algunos casos) dio el portazo y se largó a otra cama, cuando en realidad, debería comenzar en el punto en que la relación llegó a estar tan deteriorada que cualquiera de los dos empezó a poner los ojos en otras posibilidades.
Cuando las cosas van bien, uno no necesita un rollo extraconyugal ni regar fuera del tiesto. Con lo que tiene en casa es más que suficiente para cubrir las necesidades emocionales y físicas, y al fin y al cabo se supone que se trata de amor. Cuando las cosas van mal, cualquier opción nos parece mejor que lo que tenemos al lado.
Pero una cosa es echar una cana al aire y otra cargarse una vida en común. Por eso me da la impresión de que cuando alguien llega al punto de hacer las maletas y acampar en otra casa, es porque la situación ha llegado al límite o simplemente, al final. Y si a estas circunstancias, a los problemas originales posiblemente enquistados, se suman la humillación y el dolor de un abandono y la aparición de una tercera persona aunque sea temporal… ¿Quién, por muy generoso que sea puede recuperar un mínimo equilibrio? ¿Es posible seguir como si nada hubiera ocurrido? ¿O solo es cuestión de tiempo que regrese el temporal?
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