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Por amor, una emprende viajes que nunca sabe donde le van a llevar.
Después de tantos años con la maleta a cuestas, he aprendido que si algo define el momento en que se encuentra una relación de pareja, eso es, sin duda, los viajes que se hacen juntos. O separados.
Cuando una es joven y está colgada, va a donde haga falta. Que el sujeto es montañero? Al Posets que nos vamos. Que le gusta bucear? Pues al Delta a por mejillones hasta que podamos pagar un viajecito al mar Rojo. Y así, terminas en cualquier pensión de mala muerte en un pueblo de los Cárpatos a 40º a las dos de la madrugada y decidiendo si meterte en una cama llena de chinches o seguir pisando cucarachas mientras los mosquitos de tamaño gorrión atraviesan hasta el chubasquero.
Pero el tiempo pasa y el cuelgue por el novio prosoviético se va relajando. Y después de unos años pateándote todos los países del Este, empiezas a exigir que el viaje en tren nocturno de Moscú a San Petersburgo al menos sea en primera clase y que ya que vamos a los Balcanes, echemos unos días en una cala junto a Dubrovnik. Es la época en la que de repente, sientes la necesidad imperiosa de recuperar las viejas relaciones con las amigas del alma y para ello, ¿que mejor que Roma, París o Londres?. Eso si, solo chicas.
Tanto Lenin, tanto Lenin, terminas hasta el moño y cambias de novio. Inicias entonces una relación clandestina que te lleva a recorrer todos los hoteles rurales con encanto de las dos Castillas, con un doble argumento: nadie en su sano juicio va a llegar hasta ahi y ya que no hay nada que hacer y nadie que nos conozca, ¿que mejor que dedicarnos al sexo?.
Al principio lo de cenar haciendo pic-nic en bolas en la habitación, montar numeritos en el jacuzzi y batir el record de permanencia en cama hace gracia. Pero conforme pasan los meses, tanto Machado empieza a agobiarte y no puedes pasar junto a un cartel de Sigüenza sin que te entren sudores fríos. Afortunadamente, cuando estas a punto de preguntarle en serio si desertó en la mili y no puede salir del país, la historia se termina.
Vuelves a coger aviones a Florencia, París, Petra... y recuperas con las amigas el placer de los viajes al extranjero.
A todo esto, te has hecho mayor y sabes lo que quieres. Ya no te sirve cualquiera. Ni un hombre ni un viaje. Y como además llevas varios destinos a cuestas, la lista de posibilidades, tanto de unos como de otros comienza a reducirse peligrosamente. Entras en la fase crítica de la negociación.
Y empiezas a buscar un destino en el que no hayas estado, con vuelo directo a horas apropiadas y fechas que cuadren con el calendario laboral, que tenga ruinas que ver y hoteles maravillosos donde descansar, que te garantice buen tiempo pero sin demasiado calor, que puedas ir de compras y ver museos indispensables y lo más importante, que puedas pagar.
Y si a pesar de todos los peros, encontramos cada pocos meses ese viaje ideal... como no mantener la esperanza de que el tipo divertido, tierno, leído, bien vestido, alto y guapo tarde o temprano no va a aparecer? Entre otras cosas, claro está, para llevarte las maletas.
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