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La Universidad Complutense acaba de publicar un estudio en el que relaciona el uso del teléfono móvil con la fase en que se encuentra una pareja. Cualquiera que me conozca sabe que a pesar de tener un curriculum académico decentillo con un puñadito de títulos, mi opinión sobre la universidad española y más en concreto en mi campo, la Comunicación, deja mucho que desear.
Estudios como éste ratifican mi impresión de que para perder tiempo y dinero público no hay nada mejor que un grupito de recién licenciados embarcados en la redacción de alguna tesis doctoral sobre asuntos tan profundos y trascendentales como el que nos ocupa.
Todos los que hemos vivido el histórico nacimiento del teléfono móvil sabemos que supuso una revolución en las relaciones personales. Se acabaron las tardes eternas haciendo guardia junto al teléfono por si el capullo de turno llamaba. Se acabó disimular delante de madres y abuelas imbuídas en el espíritu de la KGB. Se acabaron los sobornos al hermano pequeño para que cogiera bien los recados.
Sin embargo, como pasó con el tránsito de calimocho al gin tónic o de las camisetas reivindicativas a los bolsos de firma, la liberación de la esclavitud del teléfono fijo trajo consigo una adicción todavía más brutal. Nos hicimos yonkies de los sms. La posibilidad de comunicarnos instantaneamente, en tiempo real, acortó al máximo el margen de respuesta y nos sumió en un estado de ansiedad permanente. Que tire la primera piedra el que
NUNCA (he dicho
NUNCA) ha mirado veinte veces seguidas el móvil en cuatro minutos por si se le había pasado el aviso de mensaje.
De esta forma, al igual que la historia de las dinastías egipcias se narraba en las tumbas reales, la historia de cualquier pareja se refleja hoy en el historial del teléfono móvil, hasta el punto que pueden determinarse tres fases clarísimas.
En una primera, la del
enamoramiento modorro, el teléfono hierve. SMS cursis a cualquier hora, llamaditas a destiempo, correos electrónicos si al menos uno gasta blackberry... y el móvil adosado al cuerpo como si fuera una verruga. En estos tiempos de amor modorro, lo que digas no importa, lo que cuenta es llamar. Llamar mucho, llamar a todas horas, que cada uno sepa que el otro está ahi y no tiene cabeza para nada más que no sea usar el móvil. Olvidarlo en el coche dispara los niveles de ansiedad y un despiste por pequeño que sea, a la hora de enviar la respuesta provoca una hecatombe descomunal.
En una segunda fase, la del
amor doméstico, el tema se tranquiliza. El móvil se usa pero a efectos prácticos ("Cariño, llevo media hora esperando" "Puedes comprar tú el pan" "Llegaré tarde. Voy a echar una caña con los amigos") y la factura de teléfono baja sensiblemente para los dos.
En la tercera y definitiva, el móvil se queda mudo. Ya no hay nada que decirse, ni siquiera para discutir. Hasta que de repente, el de uno de los dos, recobra repentinamente la vida. Suena a cualquier hora, saltan los mensajes de madrugada y el aparato vuelve a transformarse en una suerte de extensión corporal. Tarde o temprano, aparece el
factor amante. El culpable se aferra al móvil como si le fuera la vida en ello (y de hecho le va), dispuesto a dejarse matar antes que confesar lo obvio o mostar las pruebas que oculta el aparatillo.
La historia comienza de nuevo. Con otros protagonistas, con otros escenarios, pero igual.
¿Y para contar esto, que todos hemos vivido, hace falta una tesis doctoral?