viernes, 16 de mayo de 2008

LA TRANQUILIDAD DE LO COTIDIANO

Me gusta ir a trabajar andando. Salir de casa con el fresco de la mañana y encontrar, además del atasco nuestro de cada día en las calles principales, a esas personas que están, día tras día, en los mismos lugares.

Justo frente a mi puerta para un autobús de ruta de un colegio privado. En el semáforo esperan cada mañana un grupo de padres y madres con los chavales y entre ellas, hay dos que destacan sobre las demás. Una, bajita, regordeta, con el pelo teñido de rojo fuerte y vestida siempre de colores imposibles, conjunta el verde agua de un sastre pantalón con la sombra de ojos, el bolso dorado y un foulard estampado de flores. La otra, con las mechas blancas que tanto gustan aquí a las mujeres ensaya una mirada distante mientras intenta no arrugar los pantalones beige recién planchados. Gasta, a las ocho de la mañana, tacones de aguja de diez centímetros a juego con un vestuario propio de la directora general de una multinacional de moda. Se ve a la legua que ambas compiten, cada una en su estilo, por el premio a la madre ideal y destacan como flores de plástico en el campo de la normalidad de las madres con vaqueros.

Al cruzar la calle veo venir despacio a un hombre jubilado hace muchos años que a pesar de los achaques saca fuerzas de flaqueza para ayudar a caminar hacia la parada del autobús a una mujer disminuida psíquica con problemas de movilidad. En invierno ambos visten abrigos iguales, un loden clásico azul marino que en verano cambian por una rebeca de punto, también azul. Cuando los veo caminar, con tanta dificultad, no puedo dejar de pensar el alivio que el hombre tiene que sentir cada mañana al despertar y ver que puede acompañar a la chica un día más.

En la siguiente parada, ya desde lejos, distingo los colores brillantes del traje típico que todavía viste la mujer africana que acompaña al autobús a tres niños pequeños cargados con mochilas de colegio. Altísima, esbelta y muy bella, carga con un bebe entre los ropajes, mientras los niños que apenas se separan de ella miran asustados alrededor. Como la madre, los niños crecen y crecen demasiado rápido a juzgar por las ropas siempre cortas de las que asoman muñecas y tobillos tan delgados que parece imposible que puedan sostener esas mochilas cargadas de cuadernos y libros. La mujer mira a los niños y posiblemente imagine como sería esa misma mañana en la aldea que ha dejado atrás.

Mientras pienso en el miedo que el anciano y la joven africana puedan tenerle al futuro, me acerco a los jardines donde todos los días, una mujer mayor espera paciente a un perro pequeño. Es un terrier tan mayor que se mueve arrastrando penosamente sus dos patas traseras ya paralizadas. La mujer se vuelve, lo llama y el perro multiplica sus esfuerzos para llegar hasta su dueña mientras a ella se le iluminan los ojos de alegría. Una mañana más.

Y os parecerá una tontería, pero verlos cada mañana me reconforta. Saber que las dos madres siguen madrugando para arreglarse y seguir compitiendo en el concurso de madre ideal. Saber que la chica minusválida tiene a su padre ahí. Saber que los niños africanos crecen en el mundo de las oportunidades. Saber que el terrier ha ganado ya su sitio en el cielo de los perros.

Saber que empieza otro día y que todo sigue en su sitio.

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